
No decidiré si Norte o Sue, Este u Oeste, ya tenía claro que es Sur, siempre es Sur; lo que no tengo claro es que si para este viaje que empiezo ahora moveré mis pies y comenzaré a caminar, o los hundiré en la arena de esta orilla que baña, y dejare que sea mi verdadero yo quien viaje, mientras espero paciente su regreso.
Episodio II Estrecho de Gibraltar.
Justo en la línea del Estrecho de Gibraltar, donde nunca se si voy o regreso, o me me dejo arrastrar por el capricho incierto de las mareas, EXISTE un lugar, más al sur del sur, donde las estrellas confunden sus reflejos al socaire del ritmo de los destellos de tu mirada. EXISTE un lugar, más al sur del sur, donde nunca se si voy, o regreso, si huyo, o me refugio en sus olas siempre AMANTES. EXISTE un lugar, más al sur del sur, donde solo existes tú... tú, y el horizonte que nunca me atreví a cruzar. EXISTE un lugar, más al sur del sur, donde siempre veo las estrellas, donde nunca huyo, donde no existen horizontes que traspasar. DONDE SOLO ESTOY YO DONDE SOLO ESTAS TÚ.
Justo en el centro del estrecho, aún decido si continuar hacia adelante o regresar a esa segura orilla malagueña. No pienso ni miro, solo intuyo la magnitud del genocidio que esconden la produnda herida entre estos dos continentes. Piratas, traficantes de ilusiones hundidas en un instante arrastradas por olas no siempre tan amantes, o la mente enferma de gente más enferma aún. ¿Quiénes permiten esto?, lo sabemos, pero no queremos mantener la mirada fija en ellos y arrojarlos de nuestras vidas.
Levada el ancla, recogidas las maromas, y olvidado el noray que nos sujetaba seguros, el horizonte se difumina en la ignorancia. Este barco, cargado de esperanza, huye sobrecogido por el miedo al regreso, donde quizás, haya desaparecido el puerto de origen. La noche lo inunda todo, oscuridad absoluta, reflejos apagados de la luna cómplice, estrellas que vuelven la mirada y callan sus trágicos testimonios, testigos obligados de la miseria que se hunde, apenas en un instante sordo, engullidos por el vientre insaciable de las fronteras.
Quedamos exhaustos en la orilla. Observadores mudos del genocidio blanco, limitamos nuestras fuerzas. Basta con enterrar sus cuerpos orientados a la meca, y volver la vista al televisor, donde al menos, la tragedia, es virtual, mientas leemos y cantamos a nuestros poetas, mientras nos regocijamos en nuestra invicta cultura occidental.
Cuando el maquinismo voraz que nos somete, dicte funerales por el último chispazo de intelectualidad, nada nos habrá quedado, sólo nuestro aislamiento, sólo nuestra sepultura.
Oteo el horizonte y mágico entre las brumas aparece ingenua y perdida la ciudad de Tanger. Es el momento de cambio.
EPISODIO III. Imagenes.
Minaretes, Imagen I
Cinco altos minaretes rojos oraron a las cinco, y una estrella fugaz cruzó el cielo de lado a lado. Dejó su rastro reflejado en el agua, e impulsado por el viento sur del sur, más allá de donde nacen las olas, cruzó el horizonte en tu busca.
A ella siguió un ejercito de ángeles listos para el combate diario, y enfrentarse a la mediocridad imperante en los corazones de los que, lejos del país de la fantasía, vagan por el desierto de la desesperanza.
No encontraron al guía de los caminos sin límites, cuando, apenas en un instante perdido, los pensamientos regresaron a la memoria inerte de los sin rumbo, y al final, justo al borde de la mirada, donde horizonte y mar unen su piel, surgió la leve luz del amanecer, y con ella, el Este.

Najat, Imagen II
Las nubes comenzaban a cubrir el cielo con lentitud. La tierra aflojaba su cuerpo, y los olivos, ayudados por el viento, abrían sus ramas con impaciencia ante la presentida lluvia, anunciada ya en el horizonte. Las gotas comenzaban a enrojecer aún más la tierra reseca, y el viento la arrastraba con fuerza contra el cristal de mi ventana; grano a grano, creó un pequeño desierto donde perder la desesperanza.
Crucé el cristal imaginario y comencé a posar mis pies sobre cada una de las huellas, marcadas de forma tan leve sobre la arena. El sol, que permanecía en lo más alto de un cielo turquesa, no dejaba de acompañarme y nublaba mis ojos con lentitud y, la arena despedida en cada pisada, se acumulaba entre mis cabellos.

No recuerdo el tiempo que transcurrió hasta que, al fin, divisé el poblado. Al llegar, la desilusión se apoderó de mí hasta el punto de pensar en despertar de aquel sueño consciente y regresar a la realidad, pero, cuando más firme era mi propósito de abandonar, apareció Nazuhn.
Nazuhn, hija de Abu-l-Mohammed, tenía el pelo negro, compitiendo con el aún más negro de sus ojos, negros hasta la desesperación, que reflejaban en cada mirada los destellos de todos los astros al alcance en el firmamento y, cuando el viento se hacía cómplice y ceñía las telas contra su cuerpo, éste se adivinaba estilizado, sensual. Desde el primer instante, desde la primera brisa, desde la primera mirada, fui suyo. ¡Sí!, nos enamoramos de forma instintiva a pesar de todas las diferencias, de todas las dificultades, que apenas sin hablarlo, intuimos: así fue.
Describir su aldea, su casa, no requeriría más de una línea, pero sin embargo, ella lo llenaba todo. El paisaje, creado a su medida en una mar de interminables dunas, que en cada atardecer rojo, en cada amanecer rojo, cambiaba según el tono rojo de las telas con las que Nazuhn eligiese esa mañana para resaltar su indescriptible sensualidad. Después. Con el transcurrir de las horas, el rojo tornaba en amarillo, y el amarillo en blanco hasta estallar al medio día inundándolo todo. El poblado desaparecía entre tanta luz hasta que esta comenzaba a ceder en su intensidad con la llegada de la tarde cuando, de nuevo, regresaba el amarillo..., el rojo.
Abu-l-Mohammed, padre de Nazuhn y de Umar, era el más afortunado, el más rico de aquel pobre pero bello poblado. Su capital: diez cabras y dos camellos y Hafsa, su única compañera, y Nazuhn, su hija de quién yo me había enamorado, y Umar, su hijo mayor, que nada quería saber de cabras, ni de camellos y sí de libros que no tenía, pero que sabía que existían. Abu-l-Mohammed salía al amanecer a labrar el diminuto huerto junto al pozo de agua y, nada más quería saber del resto, así que poco podré contaros de él. Pero Hafsa, madre de Nazuhn, de quién ésta había heredado sin duda su belleza, hablaba poco; no porque fuese poco habladora, sino porque cada vez que comenzaba a hablar, se le inundaba el rostro con tal sonrisa, que en ese mismo instante, provocaba la risa entre todos y ahí acababa su conversación.
Umar, hijo de Abu-l-Mohammed y de Hafsa, hermano de Nazuhn, era el más enigmático; nunca pude saber, porque nunca me lo explicó, cómo aprendió a escribir, a leer sin libros, hasta que un día Nazuhn me lo aclaró: para ello, con tener un ejemplar del Corán basta..., y llevaba razón, basta.
Todo aquello que el padre poseía sería para él y su descendencia, y eso era lo único importante; nada más habría en la vida de Umar. Pero quizás, como un día me dijo en noche de confidencias, todo lo que heredara lo vendería e iría a ver esa Mezquita junto al mar que imaginaba con tan alto minarete.
Nazuhn, hija de Abu-l-Mohammed y de la bella Hafsa, de quien yo estaba enamorado, me cogió esa mañana de la mano y me llevó entre las dunas, perdiéndonos en esa mar de arena, y nos abrazamos bajo el sol, bajo la única nube que nos quiso dar cobijo.
De repente, en medio de la duna dorada, la ventana de mi habitación apareció tangible..., real. En ella nos reflejamos Nazuhn y yo. Me dio miedo, intenté huir y no pude. Cogí una rosa del desierto y Nazuhn me sujetó la mano con un grito sordo de dolor: fui más rápido que su mano y la lancé contra el cristal de la ventana que estalló en mil pedazos.
De nuevo estaba en mi habitación, con la vista centrada más allá del horizonte, y los ojos de Ana, que tenía sus manos posadas sobre mis hombros y su pecho apretado contra mi espalda, se reflejaban ahora en el cristal de la ventana de mi desesperanza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario